Cuenta la historia que Martín era un hombre ya entrado en años, que se ganaba la vida como zapatero. Vivía solo, en
una pequeña casa. Su mujer había muerto muy joven y el hijito que ambos habían tenido, también enfermó y falleció. Por todo esto, Martín estaba muy enojado con Dios, o lo que es peor, Dios le era indiferente.
Cierto día, llegó a casa de Martín un sacerdote, que le encargó, como trabajo, hacer una funda de cuero para su Biblia. Le dejó el libro, a fin de que tomara las medidas exactas y así la funda quedara perfecta. Esa noche, después de cenar, Martín sintió curiosidad por hojear la Biblia: la abrió al azar, y comenzó a leer: “Venid, benditos de mi Padre…” (Mt 25,31-46). Notó que poco a poco desaparecía su enojo contra Dios. Recordó a su mujer, a su hijito… Largo rato estuvo leyendo. Cansado al fin de la lectura y del trabajo del día, se quedó dormido sobre la mesa. Tan dormido, que hasta soñó… ¡Y qué sueño!
Oyó la voz de Dios que le decía: “Martín, mañana iré a visitarte”.
Al día siguiente Martín se despertó sobresaltado, nervioso, pero contento. Dios vendría a visitarlo a su casa. Desayunó y se puso a limpiar y ordenar todo.
Mientras estaba en plena tarea, golpeó a su puerta un anciano, exhausto de tanto caminar. Martín le hizo pasar, le ofreció un mullido sillón para descansar y le sirvió una taza de té muy caliente. Cuando el anciano hubo descansado, agradeció el favor y se fue.
Martín siguió con los preparativos para recibir a su visitante.
Poco rato después, golpearon nuevamente a la puerta. ¡Es el Señor!, pensó Martín; pero al abrir la puerta sólo vio a una mujer, con un bebé en brazos, que venía a pedirle: “Señor, estoy sola con mi niño, y no tenemos qué comer desde hace días. Podría usted ayudarme con algo?” Martín la hizo pasar, le dio de comer, y calentó leche para el bebé. Cuando los dos se hubieron saciado, la mujer se levantó, besó agradecida las manos de Martín, y se marchó.
Martín estaba cada vez más impaciente. Su invitado no acababa de llegar. Miró por la ventana de su casa, y vio a un niño de la calle, con su ropa toda rota y sucia. Martín abrió un cajón en el que guardaba la ropita que había sido de su pequeño, tomó las prendas más bonitas, salió y se las dio al niño de la calle, que las aceptó con una sonrisa de felicidad. Martín entró nuevamente en su casa y siguió preparándolo todo.
Así pasó todo el día. Al llegar la noche, cansado y decepcionado, se sentó y se durmió. Y nuevamente soñó…
Vio a Jesús, y se le quejó: “¡Señor, he pasado todo el día esperándote! Limpié, ordené, preparé todo… y ¡Me fallaste!”
Entonces volvió a escuchar la voz del Señor que le decía:
— ¡¿Cómo que te fallé?! ¿No fui a tu casa? Y no una, sino ¡tres veces! Martín, ¿no me reconoces?
— ¿Quién eres? —musitó el zapatero.
— Soy yo —dijo la voz. Y del oscuro rincón surgió la figura del anciano exhausto del camino; sonrió y, como una nube, se desvaneció.
— Soy yo —volvió a decir la voz. Y de las sombras salió la mujer con el bebé en brazos. Sonrió la madre, rió el niño; y poco a poco también se esfumaron.
— Soy yo —dijo la voz, por tercera vez. El niño harapiento emergió de las sombras, sonrió y se diluyó igualmente en la penumbra.
La voz siguió hablándole:
— ¿No recuerdas: “Tuve hambre y me diste de comer, tuve sed y me diste de beber; fui peregrino y me hospedaste?”. Siempre que lo hiciste con uno de mis hermanos más pequeños, lo hiciste conmigo.
Entonces Martín se despertó, alegre y feliz como nunca.
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